Bomba informativa y otros virus

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María José Medialdea, periodista curtida en el parqué bursátil elaborando contenidos sobre economía y finanzas, se ha especializado en comunicación corporativa y bebe de las fuentes hasta construir la información más rigurosa. En este artículo realiza un recorrido histórico-social sobre el impacto de la desinformación en nuestras vidas: desde condicionar las decisiones que tomamos durante una pandemia hasta el modelo energético que perseguimos.

Corre el año 1787. En el debate de apertura de la Cámara de los Comunes británica, un político enumera los tres poderes representados en los escaños: Iglesia, nobleza y comunes. Después menciona un cuarto, señalando a una parte concreta de la bancada. Los asientos a los que apunta son los de la prensa. Asegura que su poder es el más importante de todos.

Según el historiador escocés Thomas Carlyle, esas palabras las pronunció el político anglo-irlandés Thomas Burke, aunque no hay consenso al respecto. Sí lo hay sobre el poder de las crónicas periodísticas del momento: decidir, de todo lo que ocurría allí dentro, qué contar a la ciudadanía y cómo: ¿en la portada o en un breve?, ¿titular?, ¿con una ilustración?, ¿acompañando con una entrevista de alguien que lo valora en un sentido u otro?, ¿revisando la hemeroteca (“donde dije digo…”)? Sin faltar a la verdad, el margen para la interpretación es amplio.

«El cuarto poder era decidir, de todo lo que ocurría, qué se contaba y cómo»

Va a más

Un siglo más tarde, en 1891, en el ensayo de Oscar Wilde ‘El alma del hombre bajo el socialismo’ podemos leer: “Alguien (¿fue Burke?) llamó al periodismo cuarto poder. Sin duda, era cierto en ese momento. Pero en el presente es el único poder. Se ha comido a los otros tres”.

Crucemos el Atlántico esa misma década y detengámonos en otro momento crucial de la historia: la aguja del reloj pasa de las nueve y media. La noche del 15 de febrero de 1898 el acorazado Maine está atracado en el puerto de La Habana. Una cadena de explosiones lo hunde y se lleva por delante 266 almas de una tripulación de 354.

Aunque todo apunta a un accidente, el informe oficial no es concluyente sobre las causas ni apunta a ningún responsable concreto. Esa ambigüedad no detiene al magnate norteamericano de la prensa William Randolph Hearst. No es casualidad que se le atribuya, al parecer erróneamente, la máxima: “no dejes que la realidad te estropee un buen titular”. Hearst fue más allá de la verdad. Apoyándose en el informe, inventó un culpable: España.

«El magnate de la prensa William Randolph Hearst se jactaba de fabricar noticias»

Mucho más allá

A pesar de que nuestros compatriotas pasaron la noche tratando de rescatar supervivientes, se difundió en la prensa el bulo de que los oficiales españoles habían brindado tras la explosión. Hasta tal punto se caldeó la opinión pública que la presión justificó una declaración de guerra de Estados Unidos a España. El conflicto bélico fue breve, pero supuso la puntilla para nuestro decadente imperio de ultramar y tuvo graves efectos económicos en la cotidianidad de nuestro país.

Hoy sabemos que la causa aquella explosión fue un accidente, probablemente por falta de diligencia de sus mandos. Pero las teorías conspirativas asociadas son muchas. Entre ellas, que el propio Hearst ordenó hundir el barco para fabricar la noticia. Una sospecha, en torno a quien Orson Wells inmortalizó como ‘Ciudadano Kane’, que se funda su repetida frase “I make news”.

Coronavirus y otros virus

Y llegamos a la conspiranoia y a 2020. Mientras el coronavirus SARS-CoV-2 expande la COVID-19 por el mundo, otros virus acechan. Entre ellos, el de la desinformación. Este virus infecta la realidad, inoculando mentiras o inexactitudes. La enfermedad que provoca es una opinión pública intoxicada. Aunque sus consecuencias inmediatas puedan ser buscadas, resultan impredecibles en el tiempo.

Si la COVID-19 ha sido una bomba informativa cuya onda expansiva ha eclipsado el resto de la realidad, la desinformación es un torpedo en la línea de flotación de nuestra percepción. Esa con la que conformamos opinión y convicciones, sobre la que tomamos partido y decisiones. A veces tan importantes como votar a favor o en contra del Brexit.

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Emergencia COVID-19

‘Todo tiene solución menos la muerte’, resume nuestro sabio refranero. Por eso ahora lo más importante y urgente es contener la COVID-19. Pero eso no quita que sea importante, ni que se esté convirtiendo en urgente, atender a la desinformación. De hecho, está dificultando la gestión de la emergencia.

¿Con qué armas nos enfrentamos al coronavirus? Concienciar sobre los riesgos e instruir para prevenirlos, apelando a la responsabilidad individual. Intervenir médicamente en casos graves. Tratar de controlar el contagio a través del rastreo. Finalmente, asegurar el cumplimiento de las normas y penalizar conductas irresponsables y/o malintencionadas.

Desinformación y futuro

Cuanto más superficial sea nuestro conocimiento, más fácil es contraer desinformación. Y cuanto más nos “toque”, más probable que adoptemos una postura visceral. Ejemplo de libro es el sector eléctrico. De acuerdo a la OCU, solo uno de cada diez españoles entiende su recibo de la luz. Sin embargo, nos sobran convicciones, como que la luz es muy cara en España o que podemos consumir la “energía verde” que nos venden. Incluso odios acérrimos: a la energía nuclear, al (antiguo) impuesto al sol, al euskopeaje

El futuro será sostenible o no será. La COVID-19 lo ha dejado claro. Pero si suprimimos sin más las fuentes contaminantes de nuestro mix energético, al margen de graves daños económicos y sociales a nivel sectorial y geográfico, no podremos responder a nuestras necesidades energéticas y subirá el precio de la luz. Si sube el precio de la electricidad vivir es más caro: o suben los precios de productos y servicios o, para mantenerlos, se reducen otros costes como sueldos y salarios.

«Cuanto más superficial sea el conocimiento, más riesgo de sufrir desinformación»

Con un horizonte verde, el camino pasa por incentivar y desincentivar inversiones y decisiones a largo plazo. Completar este complicado puzle será más llevadero en una sociedad bien informada. Hemos aprendido a luchar contra la COVID-19 con un método que también podemos aplicar a la desinformación. Recapitulando, concienciar e instruir para prevenir, apelando a la responsabilidad individual; intervenir en casos graves;  controlar a través del rastreo; asegurar el cumplimiento de las normas y penalizar conductas irresponsables y/o malintencionadas.

María José Medialdea Fernández, periodista de fuente

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